Por: Fray Juanipero de Amanalco

La caravana la encabezaba el obispo Augusto Fernández Ruiz, a su izquierda el padre Baltasar de la iglesia de Gualupita, a su derecha el padre José Espín de Tepetates y en la retaguardia el recién llegado padre Onésimo, responsable de la iglesia del Chapitel del Calvario.
Rodeados de numerosa comitiva de señoras, niños y uno que otro varón, entre ellos se distinguía el joven ayudante de carpintero José Silverio, de la mano de su novia Azucena, hija de Josefina la mayor de las tres hermanas Delgado, quienes solicitaron la intervención del señor obispo ante la aparición de un ser de ultratumba, en los lavaderos públicos ubicados a un costado del Puente de los Lavaderos.
La gran mayoría de los integrantes de la caravana, vivían en la vecindad de La Coronela Arminda de las Casas, mujer de rasca y huele, que se decía había participado en la revolución al lado del General Zapata.

Los Arcos de Carlos Cuaglia
Los Arcos de Carlos Cuaglia


Rondaban por ahí de las 11 de la mañana, el señor Obispo pregunto a Josefina:

Aquí es Josefina, señalando la entrada del lugar.

Sí señor Obispo, justamente aquí es, contestó.
Don Augusto, escobilla en mano echó una mirada a los párrocos Baltasar y Espín, quienes sostenían vasijas de agua bendita y con un tenue gesto aprobatorio devolvieron la mirada a su superior. Este, elevando la mirada al cielo musitó algunas frases, frunció el ceño y arrancó.
Con destreza, soltaba chisguetes por doquier a todos y cada uno de los 28 lavaderos que circundaban el tanque de agua, rematado en su final por un Ojo de Buey que desembocaba en la milenaria Barranca de Amanalco.
Josefina, Carmela y Lupita Delgado rezaban agitando las cuentas de sus rosarios, al tiempo que lanzaban miradas al padre Onésimo y su rubia cabellera, de hecho sus suspiros se entreveraban entre el cielo y el infierno que representaba Onésimo, un junior cuyo acaudalado padre había prácticamente comprado el título de pastor construyendo precisamente la iglesia El Calvario,
El obispo seguía su ritual, armonizando chisguetes, rezos y miradas al cielo, con pasos firmes. El agua bendita se confundía con la terrenal que sin embargo, proporcionaba un servicio mucho más vital que la otra; calmaba la sed, limpiaba el cuero y regaba las flores.
La historia de este exorcismo, se remontaba meses atrás cuando en una aciaga tarde de junio y en medio de un torrencial aguacero, desaparecieron Felipe de Jesús y José Alfredo, nietos de doña Mercedes ama de llaves y dama de compañía de La Coronela de las Casas.
Contrario al estilo bronco de La Coronela, doña Mercedes era una mujer que pese a su edad, todavía conservaba una belleza señorial y cuerpo esbelto. Sus modales eran finos “de suyo”, sus habilidades y conocimientos se destacaban sobre sus vecinos, de hecho se rumoraba que era ella quien le hacia las cuentas a su patrona y todo lo relacionado a papeles.

Se decía que, La Coronela y doña Mercedes se habían conocido de jóvenes en la hacienda Las Margaritas en Atencingo, Puebla, propiedad del padre de doña Mercedes, situación que explicaba sus finos modales y buenas costumbres.
En el caso de La Coronela, llego a ese lugar acompañando a su esposo Luis Antonio de las Casas experto en cuestiones de motores a vapor, calderas, trapiches, ferrocarriles y otras maquinarias, a quien se le conocía como El Ingeniero de las Casas.
Luis Antonio era mayor a su mujer por casi 30 años, no obstante Arminda pese a su juventud era demasiado atrabancada, de tal forma que cuando llego la lucha armada, muchos hacendados perdieron sus propiedades y dejaron a Luis Antonio y Arminda, con el mismo trabajo, pero con nuevos patrones.
El título de “ingeniero” no servía entre la tropa, no lo obedecían los trabajadores asignados por el mando, así que fue el mismísimo general Don Emiliano Zapata Salazar quien le otorgó el grado de Coronel y pa’ que no hubiera dudas a su joven esposa Coronela.
Concluida la revolución el Coronel de las Casas fue requerido para instalar una planta generadora de luz en la ciudad de Cuernavaca, justamente a un costado del acueducto del Puente de los Lavaderos. Esta planta generadora, permitió instalar el primer sistema eléctrico de carácter público en la ciudad de Cuernavaca,
Dicho sistema partía del Puente de los Lavaderos, la calle de Guerrero, el Jardín Juárez y el Palacio de Cortés, éste último sede de los poderes en la entidad. Aparte del grado el Coronel de las Casas heredó a su mujer: el grado, la planta, monedas de oro y su casa, cuyo terreno permitió a la Coronela construir una serie de cuartitos y transformar el taller en un gran mesón para los arrieros venidos del Estado de México, cuyas mercancías surtían a los comerciantes del mercado municipal Benito Juárez.
La Coronela, mujer trabajadora y visionaria, adaptó su vecindad de tal forma que con sus inquilinos estableció una especie de trueque comunitario que lo mismo abarcaba comestibles, trastos, muebles que trabajos varios.
Ahí vivían entre otros: Don Agapito el abarrotero; el granjero, pollero y huevero José Carmen Guadalupe y sus Josefina, Carmela y Lupita, cuyos esposos Leonardo, Álvaro y Jesús eran carpintero, gelatinero y peluquero, respectivamente, quienes además integraban un grupo musical que tocaba en El Limón.
Doña Concha y su esposo Joaquín, costurera y sastre, el tablajero Bahena, los huaracheros Olivan y una tercia de damitas que lideraba Sara, mejor conocida como la “pisaflores” y el viejo herrero Dolores Arriaga.
En el Mesón llegaban jarreros, carboneros, madereros, artesanos, pulqueros y otros, que hacían de este lugar un mercado de mayoreo.
Así vivía La Coronela y así vivían sus inquilinos. Ahí se volvieron a encontrar Mercedes y Arminda, habían pasado más de 30 años, corría el año de 1934, el orden constitucional daba sus primeros pasos.
“Por ahí la buscan patrona” dijo el empleado. La Coronela salió al portón y vio a una señora ya entrada en años, acompañada de dos niños entre los 5-7 años.

Los Arcos de Carlos Cuaglia
Los Arcos de Carlos Cuaglia

Diga, que se le ofrece, preguntó.

Ya no me conoces Army, contestó la visitante.

Ah cabrón. Mercedes… Mercedes ¡Mercedes!
Un emotivo abrazo selló el reencuentro,
-Pásale. ¿Y estos chamacos?, pregunto extrañada

Son mis nietos Felipe de Jesús y José Alfredo. Saluden niños. Son hijos de Elenita mi única hija.
-¿Y ella?, replicó La Coronela.
-No sé, por eso estoy aquí necesito que me ayudes Army. Ya veré como te recompenso. Ayúdame.
-Claro, como chingados no.
La Coronela instaló a su vieja amiga y nietos en la habitación que ocupaba como bodega y tenía una especie de salida de emergencia a la calle, sin tener que pasar por el patio de la vecindad.
Doña Mercedes pronto se adaptó al servicio y empezó a mejorar el entorno de La Coronela en cuanto a la cocina, ropa y asuntos administrativos, incluso se empeñó en lavar la ropa de su amiga y patrona, junto con la propia y nietos.
Procuraba ir a los lavaderos por las tardes, cuando el lugar estaba desocupado y encontraba en este quehacer la oportunidad de convivir con sus nietos, de hecho tenía apenas unas semanas en conocerlos.
A la muerte de su padre, un revolucionario se la robó y le engendró a Elenita su única hija. Ambas llegaron a refugiarse a la casa de una tía solterona que las agarró de servidumbre, hasta que Elenita se enamoró de un tipo que terminó prostituyéndola en la calle Del Órgano.
Jamás la volvió a ver, hasta que un día llegaron dos señoras y un tipo con los niños para entregárselos e informarle de la muerte de Elenita.
La tía sin más, ni más, la echó a la calle y fue así que llegó a Cuernavaca con su vieja amiga.
Aquí doña Mercedes vivió los 4 mejores años de su vida, pero el 24 de junio de 1938 la desgracia la volvería a alcanzar.
Esa tarde, sus nietos le pidieron quedarse un rato más en los lavaderos, ella accedió a regañadientes y agarró su tina dándole para la casa. No habían transcurrido ni 20 minutos, cuando se soltó tremendo aguacero.
Agarró un “chipiturco” y en medio de la torrencial lluvia caminó los 30 metros que separaban la casa de los lavaderos. Entró y nada, los muchachos ya no estaban, les gritó, los buscó en el vecindario, con el gelatinero, en el mesón y nada.
Angustiada se refugió en el fogón de leña que calentaba una y otra plancha, arreglando la ropa todavía húmeda, sin embargo no aguantó más y con el pretexto de la merienda llegó ante su patrona y en un tono débil dijo:
-No aparecen mis muchachos.
-Cómo que no aparecen, explícame. Contestó La Coronela.
-Los dejé un ratito en los lavaderos, mientras acarreaba la ropa, se soltó el agua, regresé y ya no estaban.
-Ya los buscaste en la vecindad, muchachos cabrones por ahí han de estar. Tranquila, orita aparecen.
-No Arminda, ya me cansé de buscarlos en todos lados. Algo les pasó a mis hijos. Musitó débilmente.
-Mira búscate a Agustín el velador y tráemelo.
Y así fue, La Coronela ordenó al velador:
-Mira, no aparecen los chamacos de Mercedes. Búscalos hasta debajo de las piedras, date una vuelta por el campamento de los gitanos, pregunta en la comisaria si alguien vio algo. El chiste es que aparecen o aparecen.
Agustín recorrió casa por casa, cantina por cantina, la comisaria, el hospital, las dos terminales de autobuses y nadie daba razón de los niños. Al día siguiente, apenas amaneció informó a La Coronela el fracaso de la misión.
Para Mercedes esa noche fue interminable, no durmió se la pasó en vela, arrepentida por su decisión de dejarlos en los lavaderos. Salía Agustín y ella entraba al comedor con el café y la mirada suplicante.
-Mira Mercedes, según Agustín nadie le dio razón de tus chamacos. Lo mandé a buscar al Comandante Villarreal para que investigue su paradero, tate pendiente orita viene. Sentenció La Coronela.
Llego Villarreal con su clásico conjunto caqui, sombrero de ranger e inseparable revólver al cinto. A su lado el 11 y el 16, un par de policías cuyo uniformes raídos, desgastadas gorras, improvisadas macanas de guayabo y viejos silbatos, contrastaban con la elegancia de su jefe.
Con elocuencia Villarreal preguntó a doña Mercedes lo ocurrido, la edad y características de sus nietos, en grupo se dirigieron a los lavaderos “a revisar la escena del hecho” comentó el comandante.
Entre pregunta y pregunta, precisión de detalles, vestimenta de los niños, la mirada de doña Mercedes se enfocó en una de las ramas del ciruelo ubicado a un costado de los lavaderos y sintió un frio helado que le atravesó la espina dorsal.
En una de las ramas del ciruelo se aferraba un trozo de tela cuadrada, moviéndose macabramente al compás del viento. Era la misma tela de la camisa de José Alfredo, sintió desmayarse, su rostro se transformó en una mueca de dolor y tristeza infinita. No dijo nada, solo le pidió al grupo de policías y curiosos retirarse.
Se metió a su cuarto y se derrumbó, se tiró al catre estrujando frenéticamente las cobijas y de su garganta salió un grito desgarrador que acalló con las propias colchas. Ese día, el otro y el tercero ya no salió, hasta que La Coronela fue por ella, la llevó a su casa y casi casi la obligó a sopear un caldo de pollo.
Pasó una semana, otra, la tercera y la desaparición de los niños se explicó en el vecindario de diversas formas. Para unos se los habían llevado los húngaros que se instalaban periódicamente a un lado de la terminal Flecha Roja. Para otros, había el padre de los niños quien vino por sus hijos, solo que esta versión no convencía, puesto que Felipe era blanco y de pelo rizado, mientras que José Alfredo era moreno y pelo lacio.
Doña Basilia, la portera de la vecindad decía:
-No eso no. Ni modo que hayan venido dos padres, que no ven que los chamacos eran completamente diferentes.

Los Lavaderos de la Calle Carlos Cuaglia
Los Lavaderos de la Calle Carlos Cuaglia


Transcurrido un mes, ciertos habitantes de la vecindad y lugareños que transitaban habitualmente por el Puente de los Lavaderos, empezaron a cambiar sus costumbres y horarios, por ejemplo: don Rafael el ganadero que surtía de leche al mercado Juárez, fondas y vecinos del centro, cambió su rutina y horarios de entrega.
Ya no llegaba de madrugada a su estratégica parada en los lavaderos, pocos lo sabían pero don Rafa siempre llegaba con 6 botes en el lomo de su caballo, solo que los 6 botes venían a la mitad de su capacidad, el resto se completaba con el agua fría que bajaba del acueducto del puente.
Ahora don Rafa cuyos potreros se ubicaban por el rumbo de San Cristóbal, complementaba sus botes en los ojitos de agua del Pilancón, que aunque era la misma agua, la maniobra exigía mayor esfuerzo que en los lavaderos. También el cambio de horario sorprendió a su clientela mañanera.
Ahora don Rafael entregaba su leche, una vez que amanecía plenamente.
Don Agapito el abarrotero, ya no salía de madrugada a vender al “Benito Juárez”, las muchachas alegres del “Limón” no volvían de la chamba hasta que amanecía. El pollero J. Carmen Guadalupe prefería dormir en su improvisado rastro a un lado del “Juárez” que salir de madrugada.
Pero no fue hasta que Leonardo el carpintero y su chalán José Silverio, totalmente “enfiestados” decidieron echarse una “meada” en el 14-28, que los lavaderos al fondo de cada lado, lo que ahí sucedió, desencadenó una psicosis colectiva en la pequeña Cuernavaca de no más de tres mil habitantes.
Apenas ingresaban a los lavaderos, cuando de pronto de las penumbras surgió una figura fantasmal que gritaba frases incoherentes llamando a sus hijos. Según ellos, flotaba en el aire y lucia semidesnuda.
Trompicados llegaron al portón de la vecindad, gritando desaforadamente:
-Abra doña Basilia ¡Abranos! ¡Abra!.
Para ese momento más que borrachos estaban totalmente asustados. Josefina, hermanas y vecindario salieron a la fuente del patio principal, preguntando desordenadamente que había pasado.
Leonardo “La Mosca” y José Silverio “El Pintor”, no articulaban palabras y repetían: “era la Llorona, era una Llorona”. Todos regresaron a sus casas y entonces algunos empezaron a comprender, el cambio repentino de sus esposos, del cambio de horario en la entrega de la leche.
A partir de ese momento, el secreto se volvió clamor en todo el pueblo a tal grado que la gacetilla El Informador del profesor Reyes publicaba:
¡APARICIÓN DE LA LLORONA DE LOS LAVADEROS!
El acceso a Cuernavaca por el Puente de los Lavaderos solo se utilizaba de día, tan pronto llegaba la noche nadie se atrevía a transitar por el lugar, mientras tanto, los habitantes de la rivera de la barranca de Amanalco se habían sacudido con la noticia.
Se acercaba la festividad de Tlaltenango y sus tradicionales mañanitas, las iglesias de los 12 pueblos organizaban a sus estudiantinas y rondallas para rendir homenaje a la Virgen Caminera del pueblo de Tlaltenango.
Para las comunidades del oriente de la ciudad el Puente de Lavaderos era el paso directo a Tlaltenango, de otra forma tenían que utilizar el Puente del Diablo y estaba peor el asunto. Si no querían toparse con la Llorona, menos con el Diablo.
Los párrocos de las iglesias ya habían enterado al señor Obispo del problema, de ahí la decisión de acudir al sitio a celebrar junto con los vecinos y feligreses en general, ese acto de fe que permitiera de una buena vez con la misteriosa aparición de la Llorona.
Concluida la visita y a punto de abordar su Ford Coppel 30, hubo una última petición al Obispo, a quien Josefina, su hija azucena y doña Basilia, le acercaron a José Silverio.
-Vera usted señor Obispo, a este muchacho desde el susto aquel de la aparición, lo veo callado, muy preocupado, no come. Yo creo que se le “subió la Llorona”. Dijo Josefina.
-Llévenlo a la Basílica en México y que se vaya de rodillas hasta el templo desde la Calzada de los Misterios. Recomendó el Obispo y partió.
Y así fue, al próximo domingo vía ferrocarril, José Silverio, su novia azucena y doña Basilia, tomaron el ferrocarril para México, llegaron a la estación de Buenavista y ahí ocurrió lo inesperado, apenas bajaron y entre la gente José Silverio se esfumó. Azucena le alcanzó ver la espalda, cuando doblaba rumbo a los baños.
Después, lo buscaron, reportaron a la policía y Silverio nunca apareció, no obstante Azucena lo tendría presente el resto de su vida. A los siete meses nació un varón con los ojos de Azucena y las cejas de Silverio.
En la vecindad la vida seguía su curso, sin embargo algunos se preguntaban porque Víctor el cieguito, encargado de cubrir una de las tres rutas que el señor Gelasio utilizaba para vender su producción de gelatinas, seguía bañándose en los lavaderos a las 5 de la mañana, en plena madrugada.
Doña Basilia lo explicaba a partir de su ceguera, pero otras vecinas la contradecían. “No ve, pero si oye”, otras más ocurrentes afirmaban que Víctor espantaba a la Llorona. “Imagínatelo encuerado” y ja ja ja soltaban la carcajada. Lo que no sabían, era que Víctor platicaba con la Llorona de los Lavaderos.
Pese a su ceguera Víctor, entregaba buenas cuentas y conocía su ruta a la perfección. Los horarios se los marcaban las campanas del Calvario, Tepetates y Catedral. Dominaba perfectamente el camino, mediante la contabilidad de sus pasos; así el marcado le quedaba 225, el kiosko significaban 278 más y agregándole 28 llegaba hasta el final de ruta.
Por su parte La Coronela se preocupaba cada día más por la salud de Mercedes, quien tan solo salía de cuartito para realizar sus tareas cotidianas. Para el boticario Crispín Sámano, la enfermedad de Mercedas no era física, era espiritual y para eso no hay medicina. “Esta mujer, ya no quiere vivir Coronela”, sentenció.
La Coronela sabía de lo que hablaba el boticario, de hecho había notado que Mercedes no era la misma desde la desaparición de sus nietos. Muchas veces la vio salir de noche con la cubeta llena de girones de ropa rumbo a los lavaderos, incluso la escuchó llamar a sus nietos. “Hey Felipe acércame la cubeta. Alfredo no te asomes”, para después gritar desesperadamente por sus hijos.
Hasta que la tarde del 3 de septiembre de 1938, La Coronela observó a Mercedes sentada frente a un pedazo de espejo arreglándose, además su vestido era elegante y su peinado acicalado. La edad y la tristeza no podían borrar su porte y belleza. Intrigada La Coronela preguntó.
-¿Dónde chingaos vas Mercedes?
-Voy con mis hijos Army. Contestó.
-Llévate algo, porque ya viene el agua. Sugirió su amiga
Tan pronto la vio salir, soltó una tormenta eléctrica como nunca se había dado en Cuernavaca, doña Mercedes pese al diluvio que caía del cielo, se dirigió pausadamente hacia el Puente de los Lavaderos y justamente a la mitad, se paró, alzó los brazos, miró al cielo y se lanzó a las aguas eternas de la Barranca de Amanalco.
Cuenta la leyenda que nadie la vio caer, que se fue volando, que se convirtió en una hermosa mariposa blanca que cuidó de todos los niños que nacimos al margen de la Barranca de Amanalco y que hasta nuestros días la recorre diariamente.
Tal vez por eso siempre me decían mis padres:
“No te acerques a la barranca, porque te sale la Llorona”.

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