Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, el Dios grande y bueno, en alguna ocasión se fue a viajar por el mundo en figura de hombre. Salió recorriendo los campos, observó las montañas y el cielo, estuvo admirando el denso follaje de los árboles y el dulce trino los pájaros, el agua cristalina de los arroyos que se encontraban a su paso. Los colores de las flores y los frutos de los árboles, la belleza de los rayos del sol de entre las ramas. Como había caminado todo un día, a la caída de la tarde se sintió fatigado y con hambre. Aún así, siguió caminando, caminando, hasta que la bóveda celeste se oscureció por completo y las estrellas comenzaron a brillar y la luna se asomó a la ventana de los cielos. Entonces se sentó sobre una piedra a la orilla del camino, y estaba allí, descansando, cuando vio a un conejito que había salido a cenar.
– ¿Qué estás comiendo?– le preguntó.
–Estoy comiendo zacate. ¿Quieres un poco?
–Gracias, pero yo no como zacate.
–¿Qué vas a hacer entonces?
–Morirme tal vez de hambre y de sed.
El conejito se acercó a Quetzalcóatl y le dijo;
–Mira, yo no soy más que un conejito, pero si tienes hambre, cómeme, estoy aquí.
Entonces el Dios acarició al conejito y le dijo:
–Tú no serás más que un conejito, pero todo el mundo, para siempre, se ha de acordar de ti por esta acción que desinteresadamente haces conmigo, es la prueba de que eres muy noble.
Y lo levantó alto, muy alto, hasta la luna, donde quedó estampada la figura del conejo. Después el Dios lo bajó a la tierra y le dijo:
–Ahí tienes tu retrato en luz, para que todos los hombres y para que todos los tiempos recuerden tu gran nobleza. Desde entonces podemos admirar a Ometochtli, el conejo en la luna.
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